Hacia 1993 leí en La otra voz, de Octavio Paz, que los surrealistas calificaron a los poetas que los precedieron como si se tratase de la escuela. A Baudelaire y a Dante, por ejemplo, les asignaron un 8, mientras que a un tal Rimbaud le otorgaron un 9.5, un 10 al Marqués de Sade y un 10 (con mención de honor) a un poeta llamado Lautréamont. ¿Quién diablos era ese poeta que a los ojos de los surrealistas merecía semejante honor? A partir de ese instante decidí dar con su poesía sin otra guía que ese nombre en francés, ignorando que se trataba del pseudónimo de Isidore Ducasse, nacido en Uruguay en 1846.

En febrero de 1994 asistí a la Feria del Libro del Palacio de Minería en la Ciudad de México; apenas había recorrido unas 20 editoriales cuando noté que la chica que estaba junto a mí había tomado de un estante un libro cuya portada decía, oh Satán, Los Cantos de Maldoror, y debajo del título el nombre del autor: Conde de Lautréamont. Estaba publicado por Premià Editora y lo único que deseaba –para terminar mi ansiedad espontánea– era que aquella desconocida no se llevara ese tesoro… Y así sucedió. Mi primera lectura de esos cantos –a los 19 años– fue un hallazgo, un hervidero de sesos tras zambullirme en un lenguaje salvajemente libre escrito por un tipo que murió a los 24 años (un 24 de noviembre de 1870) en París.

A lo largo de casi 27 años he adquirido diversas ediciones de Los Cantos de Maldoror (en español, en francés, bilingües…), así como varios libros sobre su obra y ediciones conmemorativas (incluso poseo una tesis uruguaya que un amigo nativo del país sudamericano me consiguió hace unos años en Montevideo). Además de esos libros, he seguido su huella a través de la música inspirada en su obra, como la del violonchelista Erik Friedlander, el proyecto Maldoror de Mike Patton y Masami Akita, o la obra de Nurse With Wound que debutó en 1979 con Chance Meeting on a Dissecting Table of a Sewing Machine and an Umbrella. (A través de este collage se me acercó un músico con un proyecto cercano al death metal llamado Maldoror).

Aunque después de aquel primer encuentro –con ese mensaje que hay que “recibir con guantes de fuego”– leí a otres poetas, Los Cantos de Maldoror ocupan un sitio especial en mi “memoria agonizante”, diría el hermano de la sanguijuela, aquel que aseguró que “la poesía debe ser hecha por todos”.

No ahondaré en los detalles de esos cantos que hicieron delirar a André Breton, a Henri Michaux, a Antonin Artaud y tantos otros poetas. Simplemente hago mención del hermafrodita “empapado en llanto” que terminó siendo el personaje al que aludo en el collage que hice para este recuerdo ducassiano que escribí escuchando esta playlist insana. Para descubrir por qué hay un rinoceronte en la imagen tendrán que leer los Cantos

A manera de epílogo, comparto cierta leyenda que asegura que en una pizarra de la habitación donde dormía la poeta Alejandra Pizarnik antes de darse muerte, estaba escrito lo siguiente:

Oh vida
Oh lenguaje
Oh Isidoro

***

Gorriones suicidas explotan en sus jaulas.
El hermafrodita cachée dans la forêt
ha vuelto con la cabeza de dios entre las manos.

Oh Isidoro.