Nostalgia es posiblemente mi película favorita de Andrei Tarkovsky. La vi por vez primera hace unos 25 años. Recuerdo que en cierto momento el protagonista, un poeta, busca mantener una candela encendida a través de una poza de aguas termales. Lograrlo, según un extraño personaje que lo ha intentado por años, salvará al mundo… Esa flama que nos mantiene vivos es distinta para cada persona. El amor de una pareja, la familia o la poesía que hallamos –o nos encuentra– a lo largo de nuestra existencia resultan para muchos ese fuego vital que nos impide caer “en la miseria del mundo”. Y aun cuando el cuerpo de los seres queridos se extinguirá inevitablemente, queda la luz que nos dieron y que nos ilumina cuando más la necesitamos. Pero para millones, el día a día es una batalla contra el fin del mundo, y esa candela encendida (la supervivencia misma) la diferencia entre comer o no comer. Ante tanta injusticia cotidiana, la nostalgia de un edén en la Tierra, como esa que escribieron con palabras infernales ciertos poetas, según Pere Gimferrer, es quizás “a light that never goes out.” Pero una luz que requiere manos, pies, cabeza, corazón, pulmones… una luz fraterna y combativa.