El vampiro delira con una sobredosis de cloroformo que le permite olvidarse de ser un muerto entre los vivos. Tiene ese resabio que le hace degustar la nada, como en cierto poema de Baudelaire: “Avalancha, ¿no quieres llevarme en tu caída?”. Sin embargo, continúa respirando y de poco le sirve arrojarse a las vías del tren, darse un disparo en el pecho o dejarse caer del undécimo piso de un edificio. El vampiro se refresca en las tinieblas, por supuesto, pero beber sangre se ha convertido en una práctica tan sin sentido como respirar. El pantone de su alma es irremediablemente azul, aunque no descarta los tonos dorados de ese amanecer ansiado donde la noche deja de ser refugio y prisión. Anhela los placeres desconocidos que da el amor de una mujer a quien –en alucinaciones– besa y muerde sin temor a transformarla en alguien de su especie. El vampiro se ríe de sí mismo incapaz de vender su eternidad por un par de cervezas. Se divierte con su propio serial televisivo que ilustra mil y un maneras de suicidarse. Pero sabe, como bien lo señala Bram Stoker en su novela clásica Drácula, que su corazón necesita de una estaca bien afilada o de cierta mirada femenina. Dormir no es opción para su insomnio definitivo. “No one but a woman can help a man when he is in trouble of the heart.”